CUIDAR A UN DESCONOCIDO

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Cuando tenía 9 años, fui por primera vez al Parque de Atracciones de Madrid. Uno de los recuerdos más vivos de esa visita es la experiencia en la “Casa Magnética”. No fue la atracción más divertida, pero sí la que más me sorprendió. Nada más entrar, sentí que una de las paredes me atraía de forma irresistible. Era una sensación tan real como misteriosa, casi mágica, fuera de toda lógica. Al contárselo a mi hermano, que es cuatro años mayor y mucho más inteligente, él me reveló el truco: el suelo estaba inclinado y la decoración estaba perfectamente dispuesta para que el efecto fuera imperceptible. La oscuridad y la cuidada ilusión óptica hacían que la fuerza de la gravedad nos empujara hacia esa pared, y ese empuje que sentía una y otra vez era, en realidad, resultado de algo tan sencillo como una inclinación.

Traigo a colación este recuerdo porque, años después, siento una sensación similar cada vez que reflexiono sobre la atención sanitaria actual. Hay “algo” que parece inexplicable, una fuerza silenciosa que dirige nuestras relaciones profesionales en una dirección que no es la deseada. Es una fuerza que impresiona y desconcierta, precisamente porque no vemos su origen ni comprendemos su dinámica. Nos encontramos con datos, como los publicados en el estudio de GE Healthcare (2023), que revelan que el 43% de los pacientes sienten que el personal clínico no los escucha, y el 42% no percibe empatía ni interés por cómo les afecta su tratamiento. Al mismo tiempo, un 42% de los médicos considera activamente abandonar la profesión, y un 39% ni siquiera se siente orgulloso de su trabajo. Estos datos recogen la opinión de 5.500 pacientes y 2.000 médicos de ocho países, y están en consonancia con los hallazgos de Trzeciak y Mazzarelli (2017), quienes ya hablaban de una “crisis de compasión” a nivel mundial.

La raíz de esta extraña distorsión no es nueva. Hace casi un siglo, Francis Peabody advirtió sobre la pérdida de humanidad en la medicina en su célebre artículo “The care of the patient”, en el que recordaba que el verdadero arte de cuidar está en preocuparse sinceramente por el paciente. El juego de palabras con el verbo “care” (que significa tanto “curar” como “cuidar”) sigue cobrando sentido hoy, cuando la profesión médica parece haber olvidado que no se puede curar sin cuidar. Edmund Pellegrino, pionero de la bioética, separó claramente la curación física (curing) del acompañamiento emocional (caring), denunciando, quizá por primera vez en la historia, que pretender curar sin cuidar es un error fundamental.

Sin embargo, los datos sugieren que, cada vez más, los pacientes se sienten mal atendidos y los sanitarios, desencantados. Ya en 1964, Laín Entralgo señalaba que el 71% de los adultos criticaban duramente el trato recibido en los hospitales. Peabody advertía también que los hospitales se estaban convirtiendo en “máquinas” que imposibilitaban el verdadero cuidado de los enfermos.

Aquí es donde vuelve a aparecer nuestra “fuerza invisible”: si no son las paredes ni la decoración, ¿qué inclina el “suelo” de nuestras relaciones sanitarias? La hipótesis es clara: la medicina moderna se practica entre desconocidos. Diego Gracia Guillén lo resume magistralmente al afirmar que la relación médico-paciente ha cambiado más en los últimos 25 años que en los anteriores 25 siglos, desde los tiempos hipocráticos hasta los años sesenta. La desaparición progresiva del médico de pueblo (aquel que conocía y era conocido por todos) ha cambiado radicalmente el escenario asistencial.

¿Por qué importa que nos relacionemos con desconocidos? Porque nuestra psicología está formada durante milenios de vida en pequeños grupos donde todos se conocían. Estudios en psicología evolutiva y social, como los de Pablo Malo, Luis Aguado, Batson, Paul Ekman y Daniel Goleman, confirman que nuestra empatía y compasión emergen de forma natural hacia el grupo propio, pero se apagan ante extraños. En el pasado, la convivencia con desconocidos era excepcional y estaba rodeada de rituales de precaución. Los grupos diferentes en encontraban en un lugar previamente definido, se acercaban despacio, dejaban sus armas en el suelo, se entregaban regalos sin mirarse fijamente, etc. La confianza se establecía poco a poco.

Aunque los sapiens tuvimos más capacidad de relacionarnos con extraños que los neandertales, seguimos siendo cautos. El problema es que la precaución y la compasión no suelen coexistir. Esto explica que los pacientes no perciban diferencias notables entre la atención dispensada por un médico, un carnicero o un camarero, o que, incluso la atención del carnicero sea mejor si ya nos conocemos.

Aquí aparece la clave para revertir esta inclinación: Dan Ariely señala que somos más altruistas con las “personas identificables”, es decir, con quienes podemos ponerles nombre, rostro e historia. Peabody lo anticipó cuando insistía en la importancia de conocer de verdad al paciente, pues “la recompensa estará en el lazo que se forma y que produce la satisfacción más grande en la práctica de la medicina”.

Nuestro cerebro sigue siendo el mismo que hace miles de años, pero nuestro contexto ha cambiado. Hoy, los médicos más cercanos a la figura del “médico de pueblo” son los de atención primaria, en quienes los pacientes confían más (según el estudio de GE Healthcare, un 67%), precisamente porque los conocen.

Por eso, la solución descansa en un gesto sencillo pero esencial: conocer al paciente. Hablar con ellos de algo más que su enfermedad, preguntarles por su vida, su entorno, sus inquietudes (sus nietos, su pueblo, a qué se dedican, etc.), y compartir también nuestras propias aficiones y emociones. Solo así podremos vencer esa “fuerza innata” que, como en la Casa Magnética, nos empuja en la dirección opuesta al cuidado genuino. Entender la inclinación nos permite superarla: la única manera de reequilibrar el suelo es transformar a los desconocidos en personas conocidas. Este proceso, como todo ritual humano, requiere tiempo, humildad y curiosidad. Humildad para reconocer al otro como igual, y curiosidad genuina por descubrir a la persona detrás del paciente.


BASILIO LÓPEZ

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