El cuidado como terapia

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Andrea Pérez González y Julio de la Torre

El teléfono suena a las 10 de la noche del sábado. Cerramos la pantalla del ordenador y nos acomodamos en el sofá. Los mensajes previos son importantes. La conversación será intensa: emociones, conocimiento, experiencias. Todo se agolpa en la cabeza, intentando poner orden. Es complicado, el corazón siempre manda, especialmente cuando cuidas.

Vivir el cáncer en la piel del cuidador principal te trastoca, pero la perspectiva cambia cuando le sumas el vivirlo a la vez como enfermera, acompañando a los pacientes en su proceso de enfermedad. Cuando tienes que enfrentarte a ésta desde dos posiciones tan distintas resulta abrumador, pero sin duda, muy enriquecedor ya que comprendes más que nunca lo que de verdad buscan los pacientes y los familiares en nosotras; en sus figuras de referencia cada vez que pisan un hospital de día oncológico, una consulta, una sala de pruebas.

Al principio, no te sientes preparada para enfrentarte a una situación así porque nadie te ha enseñado a gestionarla (asignatura pendiente a día de hoy, difícil de poner en la práctica) y aún menos a lidiar con las emociones de un paciente en un estado vulnerable: que tiene una gran mezcla de sentimientos contradictorios; y sin dejar de lado las tuyas, muy inestables por tu situación personal. Además, cuando la gente piensa en el mundo de la oncología, lo relaciona con un ambiente hostil en el que parece que solo existen palabras negativas y destructivas, pero me atrevo a confirmar que en estos lugares se respira vida a raudales, se palpa; se ve el amor, el cariño, la esperanza, la sinceridad y lo mejor de las personas.

A ojos de otros, puede parecer una locura y algo ilógico el querer dedicarte a cuidar a pacientes con cáncer cuando lo tienes tan de cerca en tu familia, pero sin duda es lo más reconfortante que te puede pasar. Vas a las prácticas o a trabajar con ilusión, con esas ganas infinitas de mejorar y aportar a los demás lo posible, recibes agradecimientos día tras día por tu trato hacia ellos, por los gestos, los ratos de charla, por hacer lo que ellos creen que no es tu trabajo. Y están muy equivocados, porque sí lo es, aunque no todos lo lleven a cabo en condiciones ideales.

Y es que condiciones ideales no las hay nunca en la práctica diaria, trabajar en el terreno, desgastando zueco, puede darte una visión que ha de complementarse con la vivencia del paciente, del cuidador y de la puesta en marcha de mecanismos de empatía que te permitan comprender, discernir y poder acompañar de forma acompasada. Ese compás será clave, pues nos permite poder comprender, sincronizar y sintonizar con los sentimientos del otro, y donde podemos ajustar, a veces, y como si de un baile se tratase, el ritmo de los pasos. La música cambia y a veces nos toca llevar el paso a nosotros, otras, dejarse llevar, y también a veces, bailar solos.

Nuestro trabajo es cuidar, dándole sentido a esa palabra de seis letras tan bonita. Cuidar es cogerle la mano a tu paciente y transmitirle confianza y tranquilidad, a la vez que él te responde apretando y sonriendo, mirándote de forma cómplice, sin necesidad de articular palabra. Los abrazos, esos en los que te fundes cuando te reencuentras con alguien o al despedirte hasta la siguiente ocasión, abrazos que parece que abarcan ciudades; que te traspasan y te recomponen, como piezas de un puzzle. Conversaciones sinceras y entre lágrimas, confesiones, momentos de complicidad que crean un vínculo único entre ambas partes.

El cáncer te enseña muchas lecciones vitales que, desgraciadamente, aprendes a la fuerza. Sin duda, la mayor lección es la que te llevas de cada paciente, con su historia única y especial, aquella que te hace replantearte todo y establecer prioridades.

Al final de cada día, cargas con una maleta emocional enorme e inevitablemente te la llevas a casa, aquella en la que ahora te toca enfrentarte directamente a la enfermedad, pero en esta ocasión ese peso a la espalda es positivo: te invita sutilmente a reflexionar, a cambiar la forma de ver la vida y el mundo, a dar las gracias por seguir aquí presente a diario, soñando y caminando y especialmente a valorar a la gente que te rodea, te incita a decirles te quiero, sin miedos ni reparos, de corazón y cara a cara.

Tenemos oportunidades únicas, donde sólo quién las vive puede apreciarlas: el cuidado es apasionante, y también un aprendizaje. Hay situaciones que te tocan en lo más profundo y desde esa profundidad ten enseñan, te envuelven y de devuelven a la vida transformado.

Todos y cada uno de nosotros tenemos una historia personal y vital y con el cáncer ya la hemos vivido, la estamos viviendo o bien, seguramente, la viviremos muy de cerca. Es complicado disponerse o estar preparado en lo emocional para ello. Podemos trabajar la parte académica, con conocimientos técnicos: la parte afectiva y anímica se cultiva en esos abrazos y a través de ellos. Y, sin embargo, también debe entrar en el aula como asignatura.

El vivir las dos caras de la moneda causa que puedas aplicar lo que haces, sientes y ves a tu vida personal. Estar al pie del cañón con los pacientes es, sin duda, un regalo y la mejor de las terapias: la sensación de vitalidad y renovación que te dan, como si fuese cada uno de ellos un soplo de aire fresco; el sentirte plena, plagada de esperanza, sueños y un sinfín de emociones y todo ocurre gracias a ellos.

Ese es el salario emocional que nos llevamos, que nos permite levantarnos cada día e ir a trabajar con la alegría de saber que vamos a recibir y dar, que, además, y paralelamente a técnicas y conocimientos muy especializados puestos al servicio del paciente, ofrecemos algo más íntimo, personal y profundo, damos y dejamos nuestra impronta en cada una de las personas a las que cuidamos.

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