Esa tarde de noviembre, era fría y era nubosa. Sonó el teléfono en casa y al otro lado oí su voz. Algo en ella me decía que estaba preocupada y trataba de ocultar su angustia.
¿Qué pasa mamá?, recuerdo que le pregunté… Un silencio y los primeros sollozos me daban cierta mi sospecha. Se negaba a compartir, por miedo a preocuparme se negaba a compartir su angustia. Esa angustia que sólo una madre es capaz de tragar y digerir en silencio, con tal de no arañar a sus retoños.
Al final lo soltó de corrido y seguido de las primeras lágrimas que sonaron a truenos al otro lado del teléfono. «Me repitieron la mamografía y tengo una tumoración que hay que quitar lo más rápido posible. Estoy asustada…». Recuerdo el latigazo que recorría mi espalda, la sudoración en mis manos y la incertidumbre que había llegado a esta familia, se hizo viva en segundos. El suelo se movió bajo mis pies, estoy seguro de ello.
Fueron segundos eternos de silencio y otro sollozo que me hizo despertar de aquella incredulidad. Al momento entendí que lo importante no era cómo yo me sintiese, lo importante era que ella entendiese que hay salida, que es un proceso del que se puede salir y que su familia estaría ahí, justo ahí, a su lado.
Meses después de que la enfermedad entrase en casa recibí la llamada de Ishoo. Fue una conversación larga y plena de empatía mutua. Ambos vivimos el proceso desde el papel de hijo cuidador. Me propuso participar en esta maravillosa iniciativa de Juntos #JuntosXElCancer y desde el primer segundo tenía mi SÍ a visibilizar, a poner cara a la parte que vive el paciente, esa que muchas veces pasa desapercibida, esa que en ocasiones es sufrimiento en soledad y no pocas se vive como estigma que hay que esconder.
Mi trabajo como enfermero de UVI MÓVIL me llevó un día a una casa con olor a colonia infantil, a la vida de un matrimonio cansado de pelear y dispuestos a que la victoria de la que nunca pierde fuera esa que vence, pero no convence; dispuesto a hacer bueno el amor en la adversidad.
Tras aquel aviso escribí este relato que a continuación leerás. Fue capítulo de mi primer libro “Batallas de una ambulancia” y hoy, en su recuerdo y en recuerdo de aquellas personas que continúan en el camino, quiero compartir contigo.
… Aquí os criamos, y aquí queremos morir…
Un aviso, dos pacientes. De vuelta, la camilla vacía y el corazón encogido. La maldita enfermedad entró en aquella casa con dos meses de diferencia: ella, de mama; él, de páncreas, quebró sus cuerpos y quebró su voluntad, pero no pudo con el amor.
Todo pasa, de todo me olvidaré. O no… ¡Porque yo tampoco soy invencible! ¡No soy héroe, sino humano de carne, alegrías y penas! Y hay avisos, hay personas y circunstancias, que nunca olvidaré. Este fue uno de esos que te alejan de preocupaciones banales y colocan pies en tierra. Cuesta mucho arañar la memoria y desempolvar emociones para sacarlas a la luz. Me cuesta plasmar algunos relatos sin despertar mis propias angustias, sinsabores, mi propia tristeza…
Hoy, siguiendo los meandros de mis recuerdos, me ha venido a la memoria este caso que atendimos hace tiempo y, pegada a la remembranza, la tristeza de aquel momento. Todos bebemos amargura… Ese día, ese aviso, fue amargura sin matices.
«¡Al fondo! ¡Están al fondo!». Dos camas, un matrimonio. Todo limpio, todo ordenado, olor a colonia infantil y la misma cara cetrina de final cercano en ambos. Nos habían alertado por disnea, una dificultad respiratoria en varón de sesenta años. Es su hija, que se coloca dando la espalda a las camas, la que nos pone en antecedentes. «Mi padre se ahoga desde esta mañana. Tiene metástasis pulmonar y mucho dolor en la espalda. El oxígeno nada le hace. Mi madre se nos muere también…». Las lágrimas no le dejan narrar lo que aquella habitación del fondo del pasillo encierra.
La cantidad de oxígeno en sangre es tan baja que da una saturación del 83 %, aún teniendo el oxígeno puesto casi las veinticuatro horas del día. El color morado, esa acrocianosis en los lóbulos de las orejas, la nariz y los dedos, nos habla de un déficit evidente de saturación. La dificultad para oxigenar correctamente la compensa respirando más veces por minuto. Respiración rápida y superficial. Le falta el aire y abre la boca en un intento de beberse la atmósfera que lo rodea. Al colocar el monitor, su corazón va rápido, a 110 latidos por minuto. Su TA es de 140/87 y su ECG muestra esa taquicardia sinusal, ese paso rápido sin muestras de otro daño. Su nivel de azúcar en sangre es normal y no tiene fiebre.
Lo incorporamos. Las almohadas y los cojines lo colocan en una posición más cómoda que le permite respirar con menos dificultad. Lo primero, un aerosol que abre un poco sus cerradas vías respiratorias. Le canalizo vía venosa del 18 y medicación para drenar parte del líquido que inunda sus pulmones —Seguril y Actocortina—. Unos miligramos de Morfina y un Pantoprazol frenan el dolor, y la mejoría no se hace esperar… Prospera la saturación y la disnea, se quita la mascarilla y habla: «No quiero ir al hospital, hija. Quiero morir aquí, agarrado a la mano de tu madre, en mi cama, en mi casa, rodeado de vosotras». No es una súplica, sino una muestra de firmeza sacada de la realidad del que poco espera, más que vivir con dignidad y a su manera, lo poco o lo mucho, que le quedase.
La mujer, que ocupa la cama de al lado, enferma terminal como su marido, no había hablado aún. «Tu padre lleva razón… Construimos esta casa con nuestras propias manos tarde a tarde, fin de semana a fin de semana, y a ella os trajimos a ti y a tu hermana. Os criamos con mil esfuerzos. Aquí reímos y aquí lloramos, aquí celebramos cada día de fiesta, os dimos educación, carrera y mucho cariño. Es en ese salón que os vio crecer y a nosotros envejecer donde queremos esperar aquello que, en breve, está por llegar. Solo os pedimos que nos dejéis morir como hemos elegido. Nosotros os dejamos vivir como vosotras elegisteis».
Y no vuelve a decir nada más. Llora en silencio. Las hijas también lo hacen, y es el padre el que rompe el silencio. «Llevamos meses luchando: ella por mí y yo por ella. Hemos peleado hasta lo indecible. Noche tras noche, hemos aguantado el dolor del otro. Solos, en esta habitación, hemos encontrado apoyo el uno en el otro. Pero todo tiene un límite, un final, y este es nuestro final, el final que queremos tener… Nos hemos ganado el derecho a decidir hasta dónde pelear y hasta dónde sufrir. No hay más, hijas. Estas han sido nuestras vidas, y ambos estamos encantados de haberlas vivido tan felices en esta casa, a vuestro lado. Y en esta casa, a vuestro lado, es donde queremos dejar de vivir. Dejadnos morir en paz, por favor os lo pedimos».
No hubo más palabras…En ese momento, y ante ese razonamiento tan cuerdo y tan lleno de verdad, poco pudimos decir. Al salir, un apretón de manos y un «suerte» fue lo único que salió por mi boca. Fueron dos sonrisas y un «gracias» a coro lo que recibimos al cruzar la puerta de aquella habitación del fondo.
Una hija se nos acercó y nos comentó que ya tenían medidas de paliativos y que ella, como enfermera, se hacía cargo.
De vuelta otra vez. Silencio en el equipo. Poco habíamos hecho, poco había que hacer… Mucho sobre lucha, valor y héroes aprendí aquel día.
Y así otra batalla, y así una profesión…