Llevo muchos años, más de once, escribiendo sobre temas de Salud como periodista. He publicado bastantes artículos tanto en IM Médico como en IM Farmacias en los que se podía leer que el cáncer ya no es sinónimo de muerte. Muchas veces, he preguntado a mis entrevistados si estamos más cerca de ganarle la batalla. Los médicos, suelen huir de los grandes titulares, de afirmaciones que lleven la palabra guerra. Esto es más bien, una lucha en la que tenemos que ir día a día, una convivencia con una enfermedad y un esfuerzo de superación. Estamos avanzando en lo que es un diagnóstico precoz y en lo que es un tratamiento personalizado.
Recientemente, entrevisté a Josep Tabernero, director del Vall d’Hebron Institut de Oncologia (VHIO). Sobre el futuro en oncología, me comentó, que el análisis pormenorizado genético de los tumores está aquí para quedarse. También, que los especialistas piensan en la enfermedad de una manera dinámica. Es decir, que la enfermedad va evolucionando, tanto por evolución espontánea, como por la presión que se hace por los distintos tratamientos. “Por lo que hay que tener una visión dinámica de la enfermedad”, señaló. En esto, “la biopsia líquida está ayudando mucho, y más que va a ayudar, como herramienta que va a ser muy importante”, ya que se podrá diagnosticar cómo evolucionan estas alteraciones genéticas con una muestra de sangre. De la medicina de precisión, puntualizó que es mirar las particularidades de cada tumor en cada paciente y tratarlo de la mejor manera posible. Habló igualmente de hacer que el sistema inmune cada vez sea más efectivo para tratar la enfermedad residual y poder curar y cronificar más pacientes. Por último, incidió en la prevención y recomendó tomárnosla más en serio, “porque el 40% de los tumores se puede prevenir y no estamos haciendo todo lo que tendríamos que hacer”.
Yo soy, precisamente, un ejemplo de la importancia del diagnóstico precoz, de lo que puede suponer un diagnóstico a tiempo. Mi periplo personal con el cáncer comenzó tras Infarma Madrid 2016, el Encuentro Europeo de Farmacia que tuvo lugar del 8 al 10 de marzo. Yo tenía 38 años. Acabé con un catarro tremendo. Los llevaba encadenando todo el invierno, así que fui a mi médico de cabecera, que está dentro del seguro médico privado que tengo a través de la Asociación de la Prensa de Madrid (APM). Como hacía tiempo que no me hacía unos análisis, le pedí que me mandara unos. Los puso tan completos que marcó el PSA para ver en sangre cómo tenía el antígeno prostático específico, que es una proteína producida por las células de la próstata. El examen del PSA se hace para ayudar a diagnosticar y hacerle seguimiento al cáncer de próstata en los hombres, pero es una prueba que suele realizarse a partir de los 45 años.
Cuando fui a recogerlos, vi que el PSA me salió algo superior a cuatro. Fuera de los rangos en los que debería estar de acuerdo con mi edad. El médico me derivó al urólogo, y me dijo que podría ser por una prostatitis y que había que descartar el cáncer de próstata. En ese momento, no me vino la expresión muerte a mi mente, pero sí incontinencia e impotencia sexual como efectos secundarios de una operación. Me mostré preocupado por esto último. La respuesta fue contundente: “Peor si te mueres”.
Busqué en el cuadro médico un urólogo. Estaba tranquilo, pensaba que con mi edad no podía tener un cáncer de próstata. Llevo relativamente una vida sana. Nunca he fumado. Bebo una cantidad de alcohol que considero socialmente lo normal. No mucha alta graduación. Si bien, peco de exceso de comidas fuera de casa, por mi profesión, y debería hacer más deporte. En ese momento, me sobraban algo más de cinco kilos.
En consulta, el urólogo me hizo las preguntas de rigor, para conocer mi historia. Le conté que mi abuelo paterno padeció cáncer de próstata, pero que se lo detectaron siendo muy mayor y que murió con más de 80 años. Me llamó la atención la tranquilidad con la que hablaba el urólogo que había escogido. No encontraba nada con el tacto rectal y me mandó una ecografía transrectal. Iba a ser la primera prueba de muchas. “Con su edad, antes le toca la lotería que un cáncer de próstata”, me comentó. Es una frase que se me quedó grabada para toda la vida. Él también pensaba que podría tratarse de una prostatitis, pero asumió que había que descartar todas las opciones. Me recetó un antibiótico y repetir análisis.
Volví a la consulta como un mes más tarde. La ecografía, por lo que recuerdo, sólo mostraba que yo poseía una próstata un poco más grande de lo que debería ser para un hombre de 38 años. Siempre he creído que el quitarnos la próstata es un trámite por el que los hombres tenemos que pasar casi seguro en algún momento de nuestra vida, obviamente superados los 65 años. Mi padre se la tuvo que quitar rondando esa edad.
El PSA seguía superior a cuatro, aunque había bajado una décima. Eso me hizo ser optimista. El urólogo estudiaba los resultados y sus tiempos de pensar se me hacían eternos. No obstante, me transmitía calma. No quería hacerme pruebas innecesarias, por lo que me prescribió más antibiótico, repetir análisis y volver de nuevo al mes. Yo me iba de vacaciones de verano a Cuba. “No se preocupe, váyase tranquilo y lleve una vida normal”. Le hice caso.
A mi regreso, más de lo mismo. Ya optó por hacerme una resonancia magnética. Yo seguía sin preocuparme demasiado. Pedí cita y autorización. Una de las ventajas de los seguros privados es que estás pruebas las puedes conseguir en un período de tiempo corto. A pesar de estar familiarizado con términos médicos, no entendía muy bien el informe de los resultados. Se podía leer en la conclusión: “Lesiones pirads 4, en la glándula periférica posterior izquierda, en el ápex prostático y en el tercio medio de la glándula periférica lateral derecha. No se puede descartar que se traten de focos de prostatitis”. ¿Lesiones pirads 4? Tiré de Doctor Google, con cierta precaución. Pensé que sufría una prostatitis.
El urólogo me recetó más antibióticos y comenzó a reflexionar sobre si era necesaria una biopsia. Al ser una prueba invasiva, intentaba evitar ordenarla. No obstante, mi PSA seguía superior a cuatro, aunque constante. Si se hubiera incrementado considerablemente, le habría hecho sospechar más.
Había transcurrido casi un año desde mis primeros resultados del PSA de 2016. Estábamos congelados en la prostatitis. Yo no tenía síntomas de nada. Finalmente, decidimos que me practicaran la biopsia. Como tenía un viaje de trabajo, la retrasé un mes, ya que creía que realmente me la iba a hacer para nada. Por mi seguro, esa prueba debía ser en otro centro, y me la tenía que prescribir un especialista del hospital donde me la iban a hacer. Así, que fui a consulta de un segundo urólogo. Tampoco parecía que se declinara por el cáncer de próstata. Mientras tanto, fui mandando por WhatsApp los resultados de mis pruebas a una amiga, que conocía a otro urólogo de un hospital público. Éste hizo hincapié en que era necesaria la biopsia.
Fue mejor de lo que me esperaba. Los pinchazos para recoger las muestras son molestos, pero rápidamente me recuperé. Fueron pocas horas. Me la tenía que haber hecho antes. Llegó el día de ir al urólogo a recoger los resultados. Era el 14 de julio de 2017. No me habían llamado desde el hospital para ponerme en alerta, así que supuse que todo iba a ir con normalidad. Creemos siempre que, si no llaman, todo va bien. Mi novia quería acompañarme a la consulta, pero insistí en que iba solo, en que no era necesario porque todo iba a estar OK. Fue un gran error.
Cuando el urólogo abrió el archivo, le cambió la cara. Me confirmó que había adenocarcinoma acinar Gleason 6 (3+3) en lóbulo derecho ápex y lóbulo derecho a medio. Me sonó a chino. “¿Tengo cáncer?”, pregunté. Su “sí” fue un jarro de agua fría. Me había tocado la lotería. Me desmoroné. Me cogió de la mano y dejó claro que no era sinónimo de muerte. Me recomendó la prostatectomía radical. Le cuestioné si tenían el Robot Da Vinci, puesto que en entrevistas me habían afirmado que era una gran opción, por su precisión y por la rápida recuperación del paciente. Ellos la practicaban vía laparoscópica. “Tómate tu tiempo para decidir, uno, dos o tres meses, tampoco más. Eso sí, hagas lo que hagas, no acudas a métodos alternativos”. Otro mensaje que se me quedó grabado para siempre.
Soy de contar las cosas, así que al salir llamé a mi novia, a uno de mis hermanos y una de mis cuñadas. Les di la noticia. Estaba claro que mi novia me tenía que haber acompañado. No sé el motivo, pero en vez de coger un taxi para regresar a casa rápidamente, fui en metro. La gente de mi alrededor no existía. Contacté con el director médico de un hospital con el que tengo cierta confianza. Me tranquilizó. Dentro de lo malo, era lo menos malo. Había soluciones y estaba cogido a tiempo. Me ofreció todo su apoyo. Como el suyo sí era un centro público con Robot Da Vinci, pensé en operarme allí. Me explicó que tenía que acudir a mi centro de Salud y que pidiera derivación a su hospital. Por mi edad, era un caso urgente, así que el proceso no iba a ser precisamente largo. Pero, a mí esos minutos ya se me estaban haciendo eternos.
Cuando llegó mi novia a casa, buscamos información en Internet, de fuentes fiables como la Asociación Española Contra el Cáncer. También escribí a una amiga para decir que no íbamos a la fiesta de cumpleaños a la que estábamos invitados esa noche. No teníamos la mente para fiestas y lo único que yo habría hecho es aguarla. Leí sobre braquiterapia y quise estudiarla como opción. Quería conservar la próstata, evitar lo de la incontinencia y la impotencia sexual. Reconozco que me preocupó más eso que la muerte. No contemplé en ningún momento que esta enfermedad me fuera a matar. Esa noche no pude dormir. Era viernes y me pasé todo el finde semana buscando información. No podía concentrarme en otra cosa.
A partir de ese momento, mi trabajo cambió. Era elegir el mejor tratamiento, prepararme y curarme. Mi doctora de Atención Primaria, cuando me dio la baja, porque no estaba en condiciones de trabajar, pronunció otra frase que no se olvidan: “Te vas a poner muy malito para ponerte bueno”. Supongo que se refería a la quimioterapia. En eso se equivocó, me libré de ella. Es otra palabra que da miedo.
Empecé a hacer llamadas a las personas a las que había entrevistado. Fui a centros especialistas en cáncer. Accedí incluso a la Guía de práctica clínica en oncología de la National Comprehensive Cancer Network. Comprobé que lo mío había sido cogido muy tempranamente, más de lo normal. Eso fue clave.
Mi hermano mayor, que se había prejubilado recientemente, me acompañaba a mis nuevas “entrevistas” sobre el cáncer de próstata. Él es muy analítico y me daba otra visión. Le explicaba yo después todo a mi novia, que no podía ir por su trabajo, y también me asesoraba. Uno de los médicos me habló de la terapia focal, para salvar parte de la próstata y no tener efectos secundarios. Otros la desechaban por mi edad. Incluso alguno me remarcó que hacerla en mi caso era una “barrabasada”, que una operación “de rescate” tendría peores consecuencias, porque además el cáncer de próstata en sí es multifocal. La braquiterapia también fue descartada. Consulté finalmente en persona con nueve urólogos, tres de ellos jefes de Servicio. Uno fue Richad Gaston, cirujano oncológico que compagina su trabajo en la Clínica San Agustín en Burdeos (Francia) con sesiones quirúrgicas todos los meses desde hace una década en el Instituto de Urología Avanzada (ICUA) de la Clínica CEMTRO de Madrid.
Estaba claro que tenía que someterme a una prostatectomía radical. Había pasado más de un mes desde mi diagnóstico hasta estar convencido plenamente de esa decisión. Yo fui un privilegiado por haber tenido acceso a tantos especialistas, por mi profesión. Fui por el camino de la medicina privada y de la pública a la vez. Para los temas gordos, siempre he confiado más en los recursos de la Sanidad pública, pero estaba claro que tenía que tomar la decisión más egoísta de mi vida y olvidarme de mis convicciones. Con mi edad, y una enfermedad que se suele presentar con 25 años más de los que yo tenía, debía ir al quirófano con el que yo pensara que era el mejor, con el que me diera más confianza. Fui un paciente totalmente empoderado.
Todos los consultados tenían puntos a favor para ser los elegidos para llevar mi caso. Opté por uno de ellos y me marché de vacaciones con la tranquilidad de los deberes hechos. Al tener mi carácter abierto, conversé también con pacientes. Hablé con dos que habían sido operados con Gaston y que estaban contentísimos. Muchos médicos me dijeron que yo iba a ser de los pacientes más jóvenes en ser operador por cáncer de próstata. Él no. Me ofreció unos porcentajes de éxito apabullantes, más que el equipo que en principio me iba a operar. Empecé a tener dudas. Si no me operaba con Gaston, era por el elevado coste de la operación.
Y sucedió algo. La persona que me iba a operar se marchó de vacaciones y me informaron de que lo iba a hacer otra persona, de gran trayectoria. A día de hoy, mi vanidad me hace pensar que quería coger mi caso, por la rareza de mi juventud. Hablé con él y no conectamos. Me querían quitar los ganglios. Consulté, mandé todas las pruebas a otros profesionales. Las nuevas resonancias. Llegué a la conclusión de que quitar los ganglios, en mi caso, era ir a un peldaño de la escalera al que no era necesario elevarse. Quizá, más adelante. Y conllevaba mayores riesgos de efectos secundarios. Todo me dirigía a Gaston, que piensa que “no hay futuro sin robot”.
Puse patas arriba todo de nuevo. Cambié a última hora de cirujano y de centro médico. Ya tomada la decisión, me recomendaron estar tranquilo y confiar en que todo iba a ir bien. Del mismo modo, hacer un poco de ejercicio para mejorar la forma física antes de la cirugía y trabajar mentalmente para estar optimista. “Esto es un tropezón en su vida, pero la vida va a continuar y tiene mucho que hacer después de todo esto. Vívalo como una nueva experiencia y aprenda de ella a valorar lo que realmente importa. Saldrá de todo esto fortalecido y podrá morirse de viejo y recordar esto como una pequeña anécdota”, me aseguró otro médico colaborador de Gaston. Me apunté a clases de natación.
Algo que me molestaba es que yo no tenía síntomas, que me metía en una operación totalmente necesaria y que no sabía cómo iba a salir de ella. Me introducía en el fango. Recordaba mucho lo de no buscar métodos alternativos, porque una amiga, con la mejor de las intenciones, me sugirió el biomagnetismo. Me regaló sesiones para que lo probara, pensando en la biodescodificación de la próstata. Pregunté a algún médico por esto y me ponía cara de desconcierto. La misma que yo habría puesto si otra persona afectada me lo hubiera simplemente mencionado. Fui a la que denominé la chamana. Me sirvió para algo, para desconectar y dar un toque de color esotérico a ese período, pero porque sabía que no iba a salirme de la evidencia científica. Me fue muy productivo el acudir a una fisio especialista en suelo pélvico antes de la prostatectomía radical para ejercitarlo. Para que la incontinencia no me afectara.
Me operé el 28 de octubre de 2017. Seguí haciendo los ejercicios de suelo pélvico al poco de salir del hospital. Me recuperé pronto y en enero de 2018 ya estaba con una vida plena. Actualmente, vivo sin enfermedad y sin efectos secundarios más allá de no tener próstata, que es no tener eyaculación (sí orgasmo). Con el PSA en un maravilloso 0,0. Soy disciplinado con las revisiones, algo que recomiendo a cualquier paciente. Creo que tomé la decisión acertada y abogo por reducir la edad en la que se marca la petición del PSA en los análisis. Le pregunté, una vez recuperado, a mi médico de cabecera el motivo de mandármelo a mí. Me respondió que fue porque tuvo un caso joven con 41 años y los pedía desde los 37, pero que conmigo iba a bajar ese límite. Me salvó la vida. Dentro de 25 años, ya no tendré que quitarme la próstata.
A los que no he podido decir el diagnostico que escuché el 14 de julio es a mis padres. Quise protegerlos de la palabra cáncer. Hay mucho estigma alrededor de ella y son muy mayores como para restarle importancia. En eso, como sociedad, tenemos que avanzar. Les conté que me quitaba la próstata por prevención, por unos indicadores que me habían salido raros y para quitarme un disgusto en el futuro. Mi madre nunca se lo ha terminado de creer, pero me parece que finge hacerlo. Lo importante es que su hijo esté bien. Y lo estoy. Estoy muy agradecido a todos los médicos, incluso al que rechacé que me operase.
Luis Marchal