Gema está a punto de entrar en el quirófano.
Está preocupada por los resultados de la operación. Ha tenido complicaciones después de someterse a otras cirugías.
Además, acaba de ser diagnosticada de una colagenopatía que explicaría algunas de esas complicaciones, como por ejemplo su mala cicatrización.
El especialista de medicina interna que ha hecho el diagnóstico se había comprometido a enviar un informe a su cirujano explicándole los motivos por los que la anestesia le dura menos tiempo de lo normal y se debe coser la herida de manera diferente a otros pacientes.
El problema es que Gema tiene dudas sobre si ha llegado ese informe y, por lo tanto, tiene miedo de que el cirujano no conozca su situación y, de nuevo, se le complique el post operatorio. Intenta resolver sus dudas, pero percibe que no recibe la atención que necesita.
Todo el tiempo tiene la sensación de que las personas que le rodean no son conscientes de lo importante que es para ella este momento, que no es más que el objeto con el que trabajan y que no la ven como una persona. Algo así como un producto en una cinta transportadora.
María, por su parte, acaba de hacerse una colonoscopia y su médico le pide que pase a su despacho con sus dos hijos. Quiere hablarle de los resultados.
El médico le dice que los hallazgos son concluyentes y que lo que han visto “no es bueno” y deben hacerle más pruebas y comenzar lo antes posible con los tratamientos.
Entonces, María comienza a decir que siempre ha estado muy sana y que sólo tiene un rizón porque le quitaron uno hace ya 20 años. Dice que come de todo y que el riñón siempre ha funcionado bien.
Su hijo la para y le dice: “No, mama, el riñón no tiene nada que ver. Esto es otra cosa…” El
médico asiente e insiste: “No, esto no ha sido por el riñón. Son cosas diferentes”.
Nadie se ha parado a pensar por qué María introduce el riñón en la conversación. Lo que ocurre es que ella tiene miedo de los efectos que pudieran tener los tratamientos, como la quimioterapia, en su riñón. El resultado es que se marcha sin haber resuelto sus miedos porque la han interrumpido, y han dado por sentado que estaba mezclando ideas sin relación.
Juan necesita cambiar una cita porque le coincide con otra consulta en un hospital diferente a donde le tratan su problema cardíaco. La administrativa ha entendido perfectamente su problema, pero se aleja de su problema física y emocionalmente.
Juan es consciente de que no quiere ayudarle y se marcha frustrado.
Estas son situaciones reales que describen pacientes también reales. Todas estas personas están captando con claridad numerosas señales de su entorno.
No son conscientes de ello, pero su mente está vigilando cualquier amenaza que exista a su alrededor, especialmente señales que proceden de otras personas. El motivo es que, cuando estamos en estado de alerta, no sólo se activa nuestro cuerpo, sino que nuestra mente vigila la amenaza que pueda haber activado ese estado de alerta; esa amenaza puede ser otra persona, un objeto, un animal, incluso una sensación como un dolor.
Es normal que exista este sistema de vigilancia porque, si algo es peligroso, debemos saber si se
acerca, se aleja o desaparece. Con frecuencia, lo que mantiene alerta a nuestros pacientes es la incertidumbre que supone depender de otra persona que podría acercarse para ayudar, o, por el contrario, alejarse de nosotros y desentenderse de nuestro problema.
En definitiva, se buscan señales que nos puedan hacer confiar o no.
Confiar que estamos en manos de personas que se van a implicar en resolver un problema que nos preocupa sobremanera.
Lo más curioso es que nuestro sistema de vigilancia es más sensible a las señales que indican que la situación “va por mal camino” que a las señales que muestran que “la cosa va bien”. Gema percibe que no le prestan atención, María que no le han entendido y Juan es consciente de que le han escuchado y entendido, pero no le van a ayudar.
Los tres siente una mezcla de soledad, frustración y angustia.
En diferentes estudios, cuando se pregunta a los pacientes qué les hace valorar positivamente la atención recibida, muchos coinciden en que es muy importante que les escuchen. Sin embargo, ellos no acuden a un centro sanitario para que les escuchen, sino para que les ayuden. Si perciben que no les escuchan, anticiparán que es poco probable que les entiendan y si no les
entienden, será aún menos probable que les ayuden.
Quizá pueden observar que les escuchan, pero si no les entienden, las alarmas se disparan. Y lo
mismo ocurre cuando notan que les han entendido perfectamente, pero no les van a ayudar. Por tanto, los tres mensajes son importantes: observar que les escuchan, sentir que les entienden y percibir señales claras de que se van a mover para ayudarles.
La realidad es que un estudio realizado en la Clínica Mayo encontró que se interrumpe a los pacientes aproximadamente a los 11 segundos de empezar a hablar. Lo curioso es que otro trabajo indicaba que los pacientes sólo necesitan 29 segundos para explicar lo que les ocurre.
Esto dificulta la comunicación entre el médico y el paciente, pero sobre todo socava su confianza. Y, ¿por qué es tan importancia la confianza?
Todos somos conscientes de que otras personas son libres para actuar como consideren oportuno en diferentes situaciones. Es decir, que tenemos libre albedrío. Y ser consciente de esto es lo que explica que valoremos tanto poder confiar en otros.
Es tan importante que preferimos a las personas honestas incluso antes que a las amables. Y como la vida en grupo es sinónimo de supervivencia, la confianza entre sus miembros es esencial para que el grupo se mantenga unido.
Por ese motivo, desde hace millones de años comenzó una selección social que consistió en elegir a aquellas personas que fueran generosas y altruistas. Aquellas personas que sentían ansiedad al plantearse traicionar a otros o culpa una vez lo habían hecho, eran más fieles y también elegibles como parejas o como amigos.
El propio Darwin decía que no sobrevivieron los grupos con miembros más fuertes, si no los que estaban más unidos porque cooperaban entre ellos.
En general, tendemos a confiar, pero al mismo tiempo somos conscientes de que no podemos tener la seguridad absoluta de que otra persona se vaya a implicar en ayudarme. Esta realidad despierta en nosotros inseguridad y miedo cuando dependemos de otro. Y explica que seamos especialmente sensibles a las señales que envían esas personas. Sobre todo, cuando nuestra salud depende de ellas.
El paciente necesita profesionales que den muestras que ser sensibles a su situación (con corazón) que además sepan hacer su trabajo (con cabeza) y, además, envíen señales claras de querer ayudarle (con manos).
Son las tres “H” de deben definir al profesional sanitario con vocación, “heart”, “head” and
“hands”.
Y para lograr ser percibido de esta manera, el profesional debe enviar estos tres mensajes: “te escucho” (tienes toda mi atención), “te entiendo” (no te juzgo y entiendo lo que necesitas) y “te ayudo” (me acerco a ti y tu problema para invertir los recursos que necesites).
Todo esto se puede resumir, a su vez, con una sola palabra: compasión. La compasión se compone de dos elementos. Por un lado, la sensibilidad al sufrimiento de otra persona y por otro, el impulso que se activa con intención de aliviar ese sufrimiento. Por lo tanto, implica atención, comprensión y acción.
Nuestra disposición natural a ayudar al vulnerable no es nueva ni exclusiva del ser humano. Este comportamiento se observa en nosotros desde muy pequeños y es anterior a homo sapiens. Se han encontrado restos óseos de nuestros antepasados homo con muestras claras de que recibieron cuidados de otros miembros del grupo para poder sobrevivir. También se puede ver el
comportamiento de cuidado en todo tipo de mamíferos.
Por supuesto, es frecuente en los seres humanos a lo largo y ancho de nuestro planeta.
Se cree que el cuidado maternal es el origen de la compasión, el altruismo y las relaciones de amistad. Las hembras necesitan responder a las necesidades de sus crías cuando están estresadas o afligidas, cuando tienen hambre o están en peligro o tienen frío. No tendría sentido que pudieran sentir su sufrimiento si después no hicieran nada para aliviarlo. En algunas especies estos circuitos neuronales sirvieron para establecer otro tipo de relaciones.
Los animales y los humanos no sólo ayudan a sus semejantes, sino que además colaboran entre
ellos. Se han observado perros, gorilas o chimpancés protegiendo y consolando a bebés humanos. Así que parece absurdo que nadie se pueda plantear si el cuidado compasivo forma parte del trabajo de un sanitario. No se puede trabajar al margen de nuestros propios sentimientos.
Eso no tiene sentido, entre otras cosas porque no es posible. Nosotros no decidimos como nos sentimos. No elegimos estar alegres, tristes o enfadados. A nuestro alrededor pasan cosas y nuestras emociones cambian.
Tratar de “no ver” algunas situaciones es absurdo y bloquear nuestra tendencia a ser compasivos también. No somos distintos a otras personas, pero nosotros tenemos los conocimientos y habilidades que necesitan otros.
Y la forma en que se utilizan estas habilidades marcan la diferencia entre unos profesionales y otros y también la experiencia del paciente.
Podemos pararnos a pensar cuál de estas dos personas se cansará antes, la que nada contracorriente o la que lo hace a favor del curso del río. Entiendo que todos responderemos lo mismo. Ahora pensemos qué profesional se agotará antes, aquel que actúa al margen de su naturaleza o el que se mueve de manera coherente con lo que siente.
Es pura lógica.
Hoy sabemos que la compasión es un negocio redondo. El paciente se siente mejor atendido y necesita menos cuidados; el profesional se aleja del agotamiento empático y el gestor gasta
menos dinero para ofrecer los mimos servicios.
Gema seguía inquieta. Y entonces, se le acerca el anestesista que se presenta por su nombre. Le dice que le va a coger la vía allí fuera porque en el quirófano suele hacer más frío y podría ser más difícil.
Cuando el anestesista, le pregunta cómo está, ella aprovecha para decirle que hay algo que le preocupa y le habla del informe. El anestesista le ha prestado atención todo el tiempo que Gema le habla y le responde: “no tengo ni idea de nada relacionado con un informe de tu internista, pero voy a preguntar”.
El anestesista se marcha. A los diez minutos vuelve. Se acerca a Gema, le coge de la mano y le dice: “Quédate tranquila, el informe ha llegado, lo hemos visto en detalle y sabemos que debemos tener presente que la anestesia te hace menos efecto y que hay que coser la cicatriz con más cuidado.
¿Tienes algo que preguntarme?, ¿necesitas algo más?”. Gema se queda más tranquila. Sigue algo nerviosa todavía porque no le gusta nada entrar a un quirófano, pero su ansiedad ha disminuido
considerablemente.
Como se puede observar, no es necesario hacer grandes cosas para cubrir las necesidades del paciente; “escuchar”, “entender” y “ayudar”. En definitiva, acercarte al paciente y su problema con la firme intención de hacer todo lo posible para ayudarle. Los pacientes entienden que no somos infalibles y nos perdonarán que nos equivoquemos, pero lo que nunca nos perdonarán es que nos desentendamos de ellos.
Gema se queda tranquila y el anestesista se siente bien al observar que ha podido aliviar la angustia de su paciente. Gema recordará durante mucho tiempo la calidad del contacto que se produjo en ese momento.
Se acordará de esa persona diferente al resto de los sanitarios, que se dirigió a ella por su nombre, le cogió la mano, le habló con cariño en el momento que más lo necesitaba y se ocupó su problema. Que la trató como un ser humano y no como “la hernia de la cama 2”. Una “hernia” no tiene sentimientos. Esto lo sabe el paciente y por eso se preocupa. Y el sanitario cree que estén enfoque le ayuda y se equivoca.
Los avances tecnológicos son importantes y pueden salvar vidas.
Sin embargo, si son tan importantes, ¿por qué con el paso de los años los pacientes están
más insatisfechos y muchos sanitarios abandonan su profesión? La razón es muy sencilla. Ninguno de estos inventos puede sustituir a una mano amable, honesta, comprensiva y compasiva.
Escrito por Basilio López Orozco, autor del libro Te escucho, te entiendo, te ayudo. Atención al paciente de Radioterapia.