Cuando se planteó que hiciéramos cada miembro del equipo un texto personal sobre el cáncer, paré en seco. ¿Desde qué punto de vista lo hago? Familia, amiga, madre, esposa, conocida, vecina, profesional de la enfermería… Un poco de todo, porque no somos casilleros independientes. Todo está entremezclado, todo se une en un intento de equilibrio que a veces se rompe pero que se parchea más o menos rápido.
En mi caso, el cáncer ha tocado a mi familia. Ha roto familias cercanas, de esas amistades que quieres como hermanas y que duelen como o más que la familia. Amigas a las que vas a buscar a Madrid, preparas un bolso por si se pone de parto en el avión, nos metemos en el primer vuelo disponible y la llevas directa a un hospital para que le pueda dar el último adiós a su hermana. Ha tocado a amigas, de las que ves a día de hoy totalmente recuperadas y les das un gran abrazo, de esos abrazos terapéuticos que duran más de 20 segundos y que son capaces de reconfortar y dejarte en paz por una larga temporada.
Pero quizás donde más ha tocado es en mi vida laboral. Tanto como compañera de trabajo como profesional.
Un día recibes una llamada de teléfono de la unidad del dolor y te dicen que “P”, tu vecina de arriba y compañera de trabajo tiene cáncer de ovario en estadío IV, que si podrías hacerle el seguimiento en casa para evitar un ingreso hospitalario. “P” tiene tu misma edad. Sin pensarlo dos veces accedes. Te las llevas a casa con una bomba de morfina para poder controlar el dolor.
Mi marido y yo tenemos un código secreto. Si llego del trabajo y le pido una copa de vino, es que algo no ha ido bien. No hace falta preguntar qué ha pasado. Esa copa de vino nos sirve para brindar por la vida, porque nuestros hijos están sanos a día de hoy y porque nuestra familia siga tan bien como hasta ahora. Esa copa de vino significa que tenemos un nuevo paciente con cáncer en nuestra unidad.
Trabajo en una unidad quirúrgica pediátrica en las que nos ingresan los pacientes recién diagnosticados de un tumor cerebral. Llevas a tu hijo a urgencias porque hace días que vomita, le duele la cabeza, tiene tortícolis o está inestable al caminar y te llevas ese diagnóstico para el resto de tu vida. Pacientes de las edades de mis hijos, más grandes o más pequeños, pero al fin y al cabo, niños e hijos de alguien. Niños que desde su prisma siguen jugando y viven el ingreso hospitalario como una experiencia más, por lo menos al principio. El gran trabajo lo hacemos con sus padres. Padres para los que la manida frase “qué injusta es la vida”, adquiere su verdadero significado. Padres que llevan la enfermedad de sus hijos con una entereza que a veces llegas a pensar que realmente no se están enterando del jarro de agua fría que les acaba de caer encima. Padres que son capaces de limpiarse las lágrimas en la entrada de la habitación y pasar con una gran sonrisa y un globo que casi no cabe por la puerta. Padres con los que lloras, con los que ríes, padres que acompañas, que les deseas suerte el día del quirófano, a los que ofreces un café de madrugada o una manta… Padres que podrían ser tú o yo.
Afortunadamente, el cáncer infantil tiene una tasa de supervivencia elevada. Pero desgraciadamente siempre hay algún peque que no puede ganar la batalla. Tengo la fortuna de haberme encontrado a sus padres alguna vez por la calle y a pesar del dolor infinito que tienen, son capaces de reconocer la labor que se hace día a día al pie de una cama de hospital. Los últimos que vi son los padres de “A”, que tendría ahora la edad de mi hija pequeña. Estábamos en un partido de fútbol y primero vi a su madre. Le sonaba mi cara pero no fue capaz de reconocerme a la primera. En cuanto se dio cuenta de quién era yo, todo vino a su mente: cientos de recuerdos, cientos de vivencias y su pequeña “A”. Nos saludamos, hablamos un rato y cada una siguió su camino. Pero cuál fue mi sorpresa que a la salida del partido los dos estaban esperándome. Su padre me dio un abrazo. Hablamos de su otro hijo, de los planes de ese domingo, del partido de futbol que acabábamos de ver… No se nombró a “A”, pero ella estaba en todo momento. Sobre todo cuando su padre me preguntó que si seguía haciendo los lazos para las vendas de las cabezas de los paciente de neurocirugía. ¡Claro, esa es mi marca!. “No dejes de hacerlo nunca” dijo. A la semana siguiente hice dos nuevos lazos y volví a brindar por la vida.