Juntos para siempre

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Fue hace más de un año cuando Ishoo y yo nos cruzamos en Twitter gracias a un comentario que puse sobre el papel de la melatonina en la prevención del cáncer. Ya entonces me habló de su gran proyecto JuntosxtuSalud y todo lo que suponía para él. Poco a poco fuimos conociéndonos y se forjó una amistad a base de redes sociales y teléfono. Cuando encuentras a alguien especial, no puedes dejarlo escapar. Hoy estoy aquí por él y porque estoy enamorada de su proyecto, de cómo nos une a muchos profesionales dándonos voz. Creo firmemente en que “#Juntossomosmásfuertes” e Ishoo y su proyecto, para mí son un gran ejemplo de ello.

Cuando a mi abuelo Bartolo le diagnosticaron cáncer de pulmón, yo sólo tenía 11 años. Recuerdo que se acariciaba su brazo izquierdo y decía “¡hay que ver como me duele brazo, y no se me quita!”. Estuvo casi un mes tomando antiinflamatorios. Luego decía que el resfriado mal curado le había dejado esa tos tan molesta y no le dejaba respirar bien y mientras, cada tres meses pintábamos el salón para quitarle el amarillo del tabaco. “Abuelo deja de fumar que huele fatal y es malo”, le decíamos todos los nietos.

Un día estaba con él y al toser salió sangre; puso esa cara que ponen los adultos de “estoy preocupado pero aquí no pasa nada” y se fue al médico, tardó en volver y mi abuela se enfadó. A los pocos días todos los adultos de la familia empezaron a tener cara de preocupación. La alegría que solía reinar en la casa de mis abuelos, empezó a desaparecer, había silencio, ya no se gastaban tantas bromas y a mi abuela se le escapaba alguna que otra lágrima. Había momentos donde yo quería saber, era la mayor de todas las nietas, pero nadie me explicaba nada y a mi me daba cosa preguntar.

Al poco, cogí valor y le pregunté a mi madre que qué le pasaba al abuelo. Ella me explicó que el abuelo estaba “malito” y que debíamos portarnos bien en casa de la abuela, que no le dijera nada a mi prima porque era pequeña y se iba a poner triste.

A partir de ese momento, yo intentaba que cuando nos reuníamos los 5 primos estuviéramos tranquilos sin hacer ruido. No es fácil jugar en silencio.

Luego buscaba la oportunidad de sentarme al lado de mi abuelo, y ver la tele, casi sin mirarle para que no supiera que yo lo sabía. ¡Qué difícil es tener a alguien al que quieres tan cerca, hacer como que no pasa nada y estar en silencio!. Mi cabeza era un cúmulo de conversaciones posibles porque yo lo que quería era saltar a su cuello, abrazarle y decirle lo mucho que lo quería y que todo iba a ir bien.

Fue duro, muy duro, enterarme detrás de una puerta que a mi abuelo sólo le quedaban 4 meses, eso decía un médico de la ciudad. El ambiente se enrareció aún más, y yo no dije nada, se suponía que no sabía nada. Mi abuelo había empezado la radioterapia y la quimioterapia, a pesar del pronóstico del médico, así que tan claro no lo tendría, pensaba yo. Siempre que los veía ir a la cocina, me metía en el cuarto de baño, pues había una mini ventana que unía cocina y baño y desde ahí podía escuchaba lo que hablaban los mayores. Al poco escuché el nombre de eso que tenía mi abuelo: carcinoma de pulmón de células pequeñas. No se me olvidará nunca ese nombre, y yo no hacía más que pensar que si eran células pequeñas sería más fácil luchar con él, pero no por lo visto eran pequeñas y muy malas.

Desde casi el inicio fue un peregrinar continuo a la capital, a ver a los médicos. Una opinión, otra opinión, para todos terminar en lo mismo. Mal pronóstico.

Fue pasando el tiempo y el cuarto mes se acercaba. Yo ya no quería ni ir a verle, tenía miedo, porque aunque me portaba bien, esas células pequeñas seguían dando la lata y cada día mi abuelo estaba peor.

El día que cruzamos la frontera de los 4 meses mi abuela hizo una paella en casa. La paella es el plato que mi familia ha escogido a lo largo de los años para celebrar cualquier cosa y reunirnos todos juntos. Fue un gran día, reapareció el sol de la alegría, de momento manteníamos a raya a esas células pequeñajas tan malas.

El peregrinaje a los médicos, los vómitos, la pérdida de peso, la tristeza, el tránsito de dejar de fumar. Lo ingresaron para operarle y quitarle “una parte de pulmón”. No nos dejaron ir a verle. Cuando regresó a la semana, volvió con disfonía, esa ronquera que ya nunca le abandonó.

Pasó un año, y pasó el siguiente y un tercer año más. Ya tenía 14 años y mi abuelo vió el momento de contarme algo, “Carolina me estoy muriendo, sólo que no se cuándo me voy a morir. No quiero que llores, porque voy a estar bien cuando me muera”.

Esa mirada, esas palabras…. me cayeron como un jarro de agua fría. Me había acostumbrado a hacer como que no sabía nada, que no pasaba nada y de pronto enfrentar la realidad así de sopetón, no estaba preparada. Una cosa es aceptar que tu abuelo, al que más quieres en el mundo tiene cáncer y otra muy diferente aceptar que se va a morir porque te lo dice él, porque a pesar de haber pasado esos 4 meses y la de la guadaña no llegar, venir iba a venir. De un plumazo mi esperanza se fugó, desapareció para no volver.

Mi abuelo murió un 14 de Julio de 1995, en pleno verano, a las tres y cinco de la tarde, murió rodeado de su familia, de los mayores. Yo me quedé cuidando de todos los primos. No se nos permitió estar allí ni despedirnos de él, en aquella época se alejaba a los niños del sufrimiento, de la muerte. Una llamada de mi madre informó a mi padre y el me llamó a solas para contármelo, aunque yo ya lo sabía. Cuando estás tan unido a alguien, creo que eso se siente, a las 15:05 horas sentí como algo se me rompía por dentro y supe instintivamente que él ya se había marchado, tal y como me dijo.

Todo me parecía tan irreal, que sólo podía negarlo. Me costó aceptar que ya no iba a verlo nunca más. Sólo lloré cuando me percaté del ataúd en la iglesia, y en ese momento me di cuenta de que era verdad, de que estaba pasando.

A los niños hay que explicarles qué ocurre, aportarles información según puedan comprenderla, permitirles participar en la medida de sus posibilidades en el proceso de la enfermedad y llegado el momento que puedan despedirse de su familiar, y nunca mentirles con excusas como “se ha ido de viaje».

Cuando empecé a estudiar Medicina, le pregunté a mi abuela qué había sido lo peor de todo el proceso vivido con mi abuelo y me dijo con lágrimas en los ojos : “la forma en la que el médico me dijo estando yo sola que a tu abuelo le quedaban sólo 4 meses, me dijo “señora en 4 meses su marido se muere”.

Mi abuela me pidió que me responsabilizara del poder de mis palabras como futura médico. Las palabras pueden sanar o dañar según como las utilicemos, por eso es tan importante que aprendamos dónde, cuándo y cómo comunicar malas noticias.

Durante toda mi formación universitaria en Medicina no tuve acceso a asignaturas de humanización, cuidados, comunicación o relación con el paciente. Fue durante mi formación MIR cuando, tras presenciar como un adjunto comunicaba a una chica de mi edad que podía tener un cáncer, empecé a documentarme en ese tema.

Al terminar mi formación especializada empecé a trabajar en un centro de salud como médico de familia, con mis propios pacientes. Allí me di cuenta de que iba a necesitar algo más que comunicación en malas noticias para trabajar con ellos. Me formé en Coaching e Inteligencia emocional. No sabía que estas nuevas habilidades que iba a adquirir y entrenar me iban a servir tanto en los siguientes años.

Al poco de empezar con mi consulta, mi tía Fina me llamó para preguntarme por una supuesta picadura que tenía en el pecho. Hacía justo menos de un mes que se había hecho una mamografía y todo había salido bien. Le dije que fuera al médico para valorar esa picadura porque hasta el fin de semana no iba a acercarme a verla. El médico le recomendó una pomada de corticoides y la citó a la semana para revisarla. La “picadura” seguía ahí. Decidió esperar una semana más, y al volver a revisarla decidió solicitar una ecografía y una nueva mamografía. Resultado: jarro de agua fría llamado carcinoma ductal infiltrante. De nuevo la sombra de la muerte se ceñía en la familia. De nuevo el miedo, de nuevo las conspiraciones de silencio. Justo cuando mi tía tenía 46, en el mejor momento de su vida, cuando más feliz estaba.

Como sobrina y como médico me tocó hacer de traductora de síntomas, de informes, de pronósticos, de tratamientos. Me tocó gestionar de nuevo la losa del pronóstico, “te quedan 6 meses de vida”. Pocas veces cuando estaba con ella me dejaban estar como sobrina, así que aprovechaba el “poder de mi bata invisible” para aumentar su confianza en su equipo médico, para empoderarla y ayudarla a implementar los cambios que quería hacer en su vida. Empezamos a gestionar modificaciones en la alimentación: mucho verde, pescado omega tres, menos lácteos, menos carnes, mucha fruta, sol un mínimo de 30 minutos diarios y un paseo de entre 30 y 60 minutos al día.

Empezó a leer todo lo que caía en sus manos acerca de la influencia del estado de ánimo en la salud y me preguntó como hacer. Siempre respetando su ritmo, le propuse escribir un diario de emociones donde ventilar todo lo que le preocupaba, todo lo que le daba miedo y todo lo que le enfadaba y le sugerí visitar a un psicólogo que pudiera trabajar con ella más de cerca ese mundo emocional que se había desequilibrado con la llegada del cáncer; por lo que iba leyendo en los informes pronto iban a proponerle operarla y había que empezar a trabajar sobre la aceptación de esa mastectomía. Solo cuándo llegó la noticia, me hizo caso e inició la terapia psicológica.

Enfrentarse al dolor con calmantes era en cierto modo fácil, enfrentarse a la mirada del espejo era algo duro. Le costó mucho, mucho más que perder su larga melena. Mi madre que es una persona tremendamente especial, que debía haber hecho alguna profesión sanitaria por las cualidades tan humanas que tiene, buscó todas las posibilidades a su alcance. Visitó la asociación contra el cáncer buscando consejo para enfrentar el momento y mi tía pudo tener una charla con ellos donde trabajó esa mirada; además le sugirieron comprarse una bonita peluca, ir al a la peluquería y que le hicieran el mismo corte antes de que se le cayera el pelo; luego dio el cambio y nadie notó la diferencia.

Cada vez que iba a ver a mi familia (nos separaba un mar), ella era la primera persona a la que veía, ya no me pillaba por sorpresa el cáncer, ni la sombra de la de la guadaña. Mi prioridad era ella, que se sintiera arropada, acompañada y el gran peso de ello lo llevaba mi madre. Siempre a su lado, de consulta en consulta, porque no todo el mundo está preparado para dejar entrar dentro de sí la posibilidad de la pérdida. La negación es la forma de protección más frecuente que hay, incluso para los más allegados.

Mi tía sobrepasó la frontera de los 6 meses, se recuperó de ese primer tumor en la mama izquierda y estuvo en revisión casi 2 años. Después apareció uno nuevo en la derecha, uno con “más mala leche” como decía ella, del mismo tipo, pero éste decidió extenderse a estructuras cercanas. Dos años más de vida y de lucha continua, hasta que ingresó en el hospital por el dolor intenso y la trombopenia grave. En cuanto pude fui a verla, mis obligaciones y el mar que nos separaba no me facilitaban cruzar a mi antojo, así que pedí pasar todo el día con ella. Hablamos de tantas cosas, de la vida, de la muerte, de nuestros sueños, de las dificultades, de lo que le hubiera gustado hacer. Fue la conversación más larga que habíamos tenido como sobrina y tía en toda mi vida y fue un regalo. Cuando le estaba echando crema en las piernas y dándole un masaje, sentí un pellizco en el corazón. Sentí que iba a ser el último día que la viera, sentí que debía despedirme de ella, de verdad. Le dije cuánto la quería, y la abracé con el mayor cariño y amor que una persona puede darle a otra, deseándole mentalmente paz para los próximos días.

Una semana más tarde falleció en ese mismo hospital, en esa misma cama donde yo la dejé. Mi madre me dijo que estaba sedada, que no sufrió y le puso al oído la salve rociera que más le gustaba a mi tía. Con dos lágrimas y con cara de paz dio el último suspiro. Hasta cuando las personas están sedadas, hay una parte de ellas que sigue ahí conectadas con todo. Mi tía murió rodeada esta vez de todos, murió abrazada por todos y amada por todos.

Tres días antes de morir, decía encontrarse mejor, y pidió ver a algunos familiares con los que tenía que resolver algunas cosas. Dejó sus cosas resueltas y se fue en paz.

Si algo he aprendido de mi tía es que la vida hay que vivirla, hay que amarla y saborearla hasta el final. Que tenemos tiempo para llorar y autocompadecernos, pero no mucho, porque el tiempo pasa y toca sacudirse la ropa, levantarse y coger las riendas de la propia vida. Que la felicidad es cosa de cada uno de nosotros y que somos los únicos que decidimos cómo vamos a permitir que nos afecten las cosas. Que los sueños están para hacerlos realidad y que la palabra posible están dentro de cada imposible. Que todas las personas estamos hechas a pedacitos de otras, de las historias que nos contamos y nos creamos y que es más bonito contarse historias alegres que tristes. Que en definitiva todos queremos lo mismo, que nos amen y nos den la oportunidad amar en mayúsculas, pues es lo único que te llevas cuando te vas.

Gracias a todo lo que he aprendido de ellos dos, de mi madre y de haberme enfrentado a mis historias, hoy soy la mujer que soy, una mujer llena de sueños e ilusiones que cree en los grandes valores de siempre, en la generosidad, en la empatía, en la ayuda, en la familia. Tengo la enorme suerte de dedicarme a una de las profesiones más bonitas que yo haya podido soñar y que me permiten dejar huella en cada paciente y familia que toco, una huella llena de amor, la misma que mi abuelo y mi tía necesitaron. En mi entrega el único objetivo más allá del médico es rescatar la fuerza que todos llevamos dentro para hacer frente a los retos de la vida. Sin duda, el conocimiento y el entrenamiento de las habilidades técnicas ayuda a resolver los obstáculos a los que nos enfrentamos los profesionales sanitarios, pero nuestro valor como personas se pone de manifiesto cuando hacemos gala de nuestras competencias emocionales, esas que llaman blandas, cuando deberían llamarlas imprescindibles.

Gracias Ishoo, por permitirme rendirles este pequeño homenaje a mi querido abuelo Bartolo y mi tía Fina.

Post escrito por Carolina Pérez @DraCarolinaEMS

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